26.7.11

niños

Saltaba de la cama y corría a la cocina; sobre la mesa el pan tostado hacía firuletes de humo. La manteca, en un plato, ofrecía su cuerpo blando como tributo en este banquete matinal. Yo le arrebataba una tajada gruesa que se derretía sobre la miga tostada y se fundía con ella en un placer que ninguna otra comida puede recrear.
Eran diez, doce tostadas tibias que desaparecían junto a un tazón de leche con chocolate.
Mi hermano se apuraba del otro lado de la mesa, parecía que todo el pan del mundo era incapaz de saciar nuestro amanecer. "Están creciendo" decía mi abuela entre risas y bajábamos la taza vacía con un golpe seco sobre la mesa, apurados por llegar primero al patio, a ese lugar perfecto bajo el laurel del patio.
Todo ocurría en ese mundo; expediciones a mundos exóticos, preparaciones magistrales de barro que eran tortas y luego castillos y luego hombrecitos de planetas lejanos, que viajaban en trenes destartalados entre las ramas de los árboles, volando de una planta a otra, escalando las flores de copos de nieve y atravesando la jungla de tacos de reina, hasta llegar a la montaña infinita de escombros en la otra esquina del jardín, donde todo desaparecía en cuevas que husmeaban luego nuestros perros curiosos.
Y entonces, en una corrida hasta el patio delantero, nos llenábamos la remera de mandarinas y ahí nos quedábamos, escupiendo semillas sentados en el pasto, inconcientes de que estábamos siendo niños.